domingo, 1 de mayo de 2011

-¿Quiere venir conmigo o no?
Y le golpeó en el pecho intencionadamente o guiada por su excitación, de tal forma que él se habría precipitado por la ventana si, inclinándose, no hubiese logrado tocar el suelo con los pies desde el alféizar en el último momento.
-He estado a punto de caerme -dijo con un tono de reproche.
-Es una pena que no haya sucedido así. ¿Por qué es usted tan descortés? Le voy a tirar abajo.
Y, ciertamente, le rodeó con los brazos y, con la fuerza de su cuerpo endurecido por el deporte, llevó a Karl, que sorprendido olvidó ofrecer resistencia, casi  hasta la ventana. Pero allí se recuperó, se desprendió de ella con un giro de la cadera y ahora fue él quien la rodeó con los brazos.
-¡Ay!, me hace daño -dijo ella enseguida. Pero entonces Karl creyó que ya no debía volver a soltarla. Le dejó algo de libertad, que diese los pasos que quisiera, pero la siguió y no la soltó. También era tan fácil rodearla con los brazos en ese vestido tan ajustado.
-Déjeme -susurró ella, con su rostro sofocado junto al de Karl; él tenía que esforzarse por mirarla, tan cerca estaba de él-. Déjeme, le daré algo bonito.
«¿Por qué suspira así? -pensó Karl-, no le puede hacer daño, no la aprieto nada»; y siguió sin soltarla. Pero de repente, después de un instante de pasividad silenciosa y de distracción, volvió a sentir la fuerza que se despertaba en su cuerpo y ella ya se le había escapado de las manos; Klara le sujetó por el tronco de una forma muy efectiva, inmovilizó sus piernas con los pies aplicando una técnica de lucha desconocida y le fue desplazando, tomando aliento con  espléndida regularidad, hasta la pared. Allí había un sofá, sobre el que cayó Karl, y le dijo sin inclinarse demasiado hacia él: Ahora muévete si puedes.

América, Franz Kafka

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