lunes, 14 de marzo de 2011

El calor del fogón era una de las sensaciones más confortables que había sentido desde hace tres meses. Imposible era olvidar aquellos rostros del pasado, ni siquiera el huir de la ciudad lograba apaciguar esas voces en mi cabeza. No recordaba si esas voces siempre habían estado ahí o si acaso habían aparecido luego de aquella noche.
Las llamas se movían al compás del viento al igual que las copas de los árboles, ese movimiento me sumergía en un trance indescifrable. Lentamente mi cuerpo se hundía en la hierba cada vez más.
Sin saber si era efecto del alcohol o la inmensidad de la noche, la imagen de una mujer apareció entre las llamas.
Era joven, tímida, de ojos grandes y pelo negro. Su piel era suave y delicada, fina y blanca. Vestía solo unos harapos, unas telas que envolvían su hombro y bajaban hasta sus rodillas, y el color era difícil de definir, las cenizas le daban un tono grisáceo y envejecido.
Durante unos minutos no pude apartar mis ojos de su cuerpo aunque ella tampoco dejaba de observarme. Lentamente comenzó a apartarse de las llamas y caminó hacia mí. La joven comenzó a acariciar mi pelo y mi rostro.
Se detuvo en mis labios unos segundos. Apoyé mi mano sobre la suya y delicadamente recorrí todo mi rostro, comencé a bajar por el cuello y al llegar al pecho ya no necesitó que mi mano la guiara.
Su mano siguió deslizándose, al principio de manera tímida aunque después se dejó llevar por la profundidad de la noche y los ruidos de la leña calentándose. Sumergido en su cuerpo me dejé llevar.
Nuestros cuerpos rozándose, revolcándose por el suelo húmedo del bosque y las estrellas infinitas en el cielo eran el escenario más impresionante.
Las brasas seguían ardiendo como hacia horas, hasta me atrevo a decir que crecían y se apaciguaban al ritmo de nuestros cuerpos desnudos. Interminable era el ir y venir de su cuerpo sobre el mío, su pelo sobre mi rostro y sus manos envolviendo mi cuello, mientras me insinuaban que continúe…
Finalmente no se escuchó más nada, ni el latir de su corazón a un ritmo acelerado, ni el vibrar de las hojas. Ya no escuché su respiración en mi oído ni el roce de sus labios. El bosque se inundó de silencio y suavemente la llama se apagó.
A la mañana siguiente encontraron mi cuerpo inmóvil e incinerado junto a las brasas tibias.

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